Estuve en Yangon, primer contacto con el país, y buen lugar para perderse y provocar encuentros interesantes (unos monjes me invitaron a desayunar en su templo; compartí almuerzo y partida de damas con un local), a parte de la visita imprescindible a la pagoda Shwegadon, lugar de peregrinaje budista, con más oro que en el banco de Inglaterra (eso dicen), donde las familias se congregan para pasar el día entre picnic, siestas y rezos.
Después subí hasta Mandalay. Por supuesto el autobús se rompió de camino (incluido en el precio). Mandalay es enorme y caótica, llena de vida y mercados. Al sur hay varios barrios habitados casi íntegramente por monjes budistas (de todas formas, Myanmar es con una gran ventaja, donde más monjes he visto hasta ahora), siempre curiosos y dispuestos a intercambiar unas palabras.
En bici me acerqué a Amarapura (con el puente de madera de teca más largo del mundo) y a las colinas de Sagaing, con templos activos hasta donde alcanza la vista. Fueron estos lugares mucho más tranquilos donde la vida rural y el ritmo lento me permitieron un primer contacto con la amabilidad de la gente y con los chavales emocionados de ver a alguien distinto.
En tren, y a la increíble pero cierto velocidad de 18 km/h, la misma a la que circulaban en el año 1934 (lo sé porque estaba leyendo “Crónicas Birmanas” de George Orwell, y aunque escrito hace tres cuartos de siglo, lo que describe en su libro es exactamente lo que yo estuve viendo y experimentando… esto da una buena idea de en qué época vive el país), continué hacia el Este (Hsipaw y Kyaukme), donde pasé unos días extraordinarios haciendo senderismo, descubriendo el lado más rural y pobre del país, probando las especialidades locales (sopa de troncos de madera y serrín frito), durmiendo sobre tablones de madera, provocando la histeria colectiva de los niños… para volverlo a repetir ya mismo!
De allí decidí probar una ruta alternativa, hacia el Norte, para llegar hasta Bagan. Por el camino visité las cuevas de Monywa. Y resultó una experiencia espectacular, uno de los lugares más remotos y olvidados en los que he estado nunca. Las cuevas han sido excavadas en una colina durante varios siglos, esculpiendo entradas, relieves y budas directamente sobre el terreno. Palo en mano, para ir apartando las telarañas, y el frontal en la cabeza, me metí en sitios por los que nadie había pasado en anos, y eso que es una maravilla: frescos en las paredes, cabezas de buda rotas por el suelo, grietas que dejan pasar ese halo de luz preciso que ilumina la sonrisa agrietada pero placida del buda…
Desde allí, buses destartalados, tucs tucs y un ferri local por el rio me llevaron finalmente hasta Bagan, que fue otro de esos lugares fascinantes y mágicos, con miles de templos (entre 4 y 5 mil) construidos cuando Birmania era un imperio temible. A lomos de una bici y cargado con samosas (empanadillas fritas de patata con especias), aguacates, tomates y agua comprados cada mañana en el mercado, estuve 4 días visitando ruinas, encontrando pasadizos “secretos” para subir hasta la terraza y poder disfrutar de unas vistas de 360 grados donde las torres (pagodas, estupas, chedis…) estilizadas de ladrillo rojizo complementan el paisaje de palmeras esbeltas y terreno árido. Al atardecer, una neblina cubría el suelo, creando imágenes suspendidas en el aire, místicas.
15 horas en bus, que por supuesto se volvió a romper, y fue reparado por el conductor tras 3 horitas de ardua batalla debajo del motor (contra todo pronóstico, porque ni herramientas ni piezas de recambio… Ole!) me dejaron en el lago Inle. Fue mi última parada en el país, y justamente lo que necesitaba. Un lugar tranquilo, de aldeas de pescadores (casitas humildes construidas sobre pilones), ideal para disfrutar del bombón (café con leche condensada) y de las porras matutinas, mientras los locales desembarcaban sus canoas junto al mercado, o para pasear sin prisas en bici o en barca. Incluso hay una bodega donde se puede hacer una cata, con el atardecer y el lago como decorado.
Lo dicho, un viaje de verdad.
Saludos
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